De todos es sabido que una imagen vale más que mil palabras, pero, ¿es posible que una imagen supere el poder evocativo y emocional de una canción?
A bote pronto, y sin pensar demasiado en la pregunta en toda su dimensión, mi respuesta es que no, pero después de unos segundos, mientras vuelvo la vista atrás y recuerdo fugazmente una serie de instantáneas que tengo grabadas en la retina, me temo que tengo que matizar un poco mi contestación y aceptar que en algunas ocasiones el poder de una fotografía puede superar con creces al de una melodía.
Me viene entonces a la cabeza la imagen de cuatro chavales de Manchester sumergiéndose en el metro mientras un tal Ian Curtis se gira justo en el momento de dispararse la cámara, o un cartel de la “ruta 66” caído en una cuneta en mitad de la nada, o un árbol en blanco y negro retorciéndose en un desierto lejano y desconocido, o la sombra de un tipo flaco y grenudo reflejada en una pared mientras fuma un cigarro…
Y recuerdo que amé a Joy Division mucho antes de escuchar su música por lo evocador de un segundo robado al tiempo y plasmado para siempre en un papel, o que si me acerque a una tienda a comprar el “101” de Depeche Mode no fue por que me interesasen si no por su portada con un puesto de merchandising y el precioso álbum de fotos que incluía de su gira por los Estados Unidos, o que luche por que me llegasen a gustar U2 para que tuviese sentido el colgar en mi habitación un póster con las imágenes de “The Joshua tree”, o que fue la inquietante imagen de Nick Cave lo que llevo a sumergirme en su universo musical y no sus canciones a las que seguramente hubiese tardado mucho tiempo en llegar lo que me hubiese privado de años de gozoso disfrute…
Imágenes y música en blanco y negro, todas ellas con un elemento común que no descubrí hasta hace unos años… Detrás de la cámara y apretando el gatillo curiosamente un mismo nombre: Antón Corbijn… Y no me queda más que agachar la cabeza, sonreír y aceptar que cuando es él el que se encuentra detrás del objetivo, una imagen (casi siempre) vale más que mil y un acordes…
A bote pronto, y sin pensar demasiado en la pregunta en toda su dimensión, mi respuesta es que no, pero después de unos segundos, mientras vuelvo la vista atrás y recuerdo fugazmente una serie de instantáneas que tengo grabadas en la retina, me temo que tengo que matizar un poco mi contestación y aceptar que en algunas ocasiones el poder de una fotografía puede superar con creces al de una melodía.
Me viene entonces a la cabeza la imagen de cuatro chavales de Manchester sumergiéndose en el metro mientras un tal Ian Curtis se gira justo en el momento de dispararse la cámara, o un cartel de la “ruta 66” caído en una cuneta en mitad de la nada, o un árbol en blanco y negro retorciéndose en un desierto lejano y desconocido, o la sombra de un tipo flaco y grenudo reflejada en una pared mientras fuma un cigarro…
Y recuerdo que amé a Joy Division mucho antes de escuchar su música por lo evocador de un segundo robado al tiempo y plasmado para siempre en un papel, o que si me acerque a una tienda a comprar el “101” de Depeche Mode no fue por que me interesasen si no por su portada con un puesto de merchandising y el precioso álbum de fotos que incluía de su gira por los Estados Unidos, o que luche por que me llegasen a gustar U2 para que tuviese sentido el colgar en mi habitación un póster con las imágenes de “The Joshua tree”, o que fue la inquietante imagen de Nick Cave lo que llevo a sumergirme en su universo musical y no sus canciones a las que seguramente hubiese tardado mucho tiempo en llegar lo que me hubiese privado de años de gozoso disfrute…
Imágenes y música en blanco y negro, todas ellas con un elemento común que no descubrí hasta hace unos años… Detrás de la cámara y apretando el gatillo curiosamente un mismo nombre: Antón Corbijn… Y no me queda más que agachar la cabeza, sonreír y aceptar que cuando es él el que se encuentra detrás del objetivo, una imagen (casi siempre) vale más que mil y un acordes…
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